* Por Nicolás Arizcuren
El algoritmo de Yrigoyen
En 1928, con 76 años de edad, Hipólito Yrigoyen asumió su segunda presidencia. La cuestión de su avanzada edad fue objeto de crítica por parte de sus opositores, quienes señalaban que era demasiado mayor para desempeñar su cargo de presidente de la nación.
Yrigoyen contaba con un amplio apoyo popular, ya que había ganado las elecciones con un 57,4% de los votos. Sin embargo, el voto es solamente expresión de confianza de un momento en particular; la fortaleza política, en cambio, se construye. El voto es la foto del momento. Otorga legalidad. La legitimidad, en cambio, es la película y esa debe construirse y sostenerse, de lo contrario ante el mínimo embate se viene abajo.
Así fue que artículos, noticias y caricaturas empezaron a erosionar la imagen de Yrigoyen, instalando la idea que el líder de la UCR estaba senil. Por supuesto que todos los gobiernos sufren este tipo de ataques. La diferencia fue la debilidad del gobierno y de Yrigoyen en particular para reaccionar.
En este contexto nace la leyenda del famoso “diario de Yrigoyen”, un pasquín realizado por su entorno, a la medida de sus necesidades, plagado de buenas noticias, para aislarlo de la “realidad” publicada. Verdad o mito poco importa; es la ley de la selva política; un gobierno que tambalea por tres o cuatro tapas de diarios en contra es un gobierno con pies de barro y tarde o temprano termina cayendo.
Hoy, el avance de la tecnología y la capacidad de voz que tiene el electorado a través de las redes sociales podría suponerse que haría más difícil la posibilidad de mantener aislado de la realidad a un gobernante; sin embargo, sigue ocurriendo porque la tecnología no puede, lo que el humano no quiere.
Son mecanismos psicológicos naturales de defensa y afrontamiento contra una realidad que los supera, en este caso política. “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Decía Machado. El diario de Yrigoyen o la invención de una realidad política alternativa es en realidad un mecanismo de negación del gobernante, que abrumado por su incapacidad de reaccionar ante los hechos busca refugio en el calor de una narrativa amigable que los entornos, mayormente obsecuentes o esquivos a dar malas noticias, siempre están dispuestos a generar.
El caso Yrigoyen nos deja varias enseñanzas en materia de política y comunicación. Primero, que el apoyo en las urnas no necesariamente se traduce en una fortaleza política que se sostenga en el tiempo. Otra cuestión tiene que ver con la edad de los gobernantes, si bien no hay una relación directa, pero sí una cuestión biológica inobjetable; el cansancio, los achaques de salud, la falta de reflejos y por sobre todo la dificultad de adaptarse a un mundo cada vez más vertiginoso no solo son debilidades en el liderazgo político sino que representan tierra fértil para que se genere un entorno tóxico que parasite la legitimidad política del líder, lo manipule y pretenda tomar el poder desde las sombras.
El refugio en la victimización ante reclamos genuinos o, por lo contrario, en la soberbia y la megalomanía como mecanismos de aislamiento. El éxodo masivo de funcionarios y la necesidad, ante la impotencia de construir nuevas estrategias, de recurrir a viejas recetas exitosas del pasado e incluso a incorporar antiguos funcionarios de sus épocas doradas, suelen ser también indicadores de debilidad e impotencia.
La protección en forma de obsecuencia en caso de su entorno o bien de prudencia, en el caso de la oposición o la prensa, llega a su fin y rompe esa burbuja de pacífica “gobernabilidad” cuando empiezan a expandirse los distintos focos de “corrupción” y desmanejos, que en un principio, en pos de cuidar la gobernanza, suelen presentarse como una sucesión fortuita y excepcional de “desprolijidades” e ineptitudes.
De cara a los ciudadanos, esta decrepitud política se suele tapar con maquillajes de gestión, que, en lugar de responder a las necesidades genuinas de la sociedad, reflejan una agenda enfocada exclusivamente en enaltecer las virtudes del líder como contracampaña de comunicación para enfrentar los rumores de debilidad o bien los intereses de su círculo más cercano. Como resultado, la distancia entre el gobernante y el ciudadano se amplía, erosionando la confianza en las instituciones, generando un microclima político más hostil y fomentando lentamente el descontento social.
Los tiempos están cambiando; las redes sociales dan voz a los que, hasta ahora con suerte, solo podían escuchar. Estos viejos dirigentes acostumbrados a una comunicación analógica y unilateral donde ellos hablaban y el ciudadano escuchaba en silencio, hoy se ven atormentados por las miles de voces que amplifican las redes.
Aun así, como dije, la tecnología no puede lo que el gobernante no quiere, por lo que siempre seguirán existiendo aquellos que prefieran cubrir sus debilidades políticas alimentando el sesgo cognitivo, con lo que en estos tiempos de democracia digital podemos llamar, “el algoritmo de Yrigoyen”.
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