La cultura está en peligro

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* Por Nicolás Arizcuren

La cultura está en peligro

La concepción actual de la cultura se difundió a partir del siglo XVIII para describir los atributos de un grupo de personas con mentes y espíritus elevados. Básicamente, hacía referencia al depósito de conocimientos, gustos refinados y hábitos sofisticados que los individuos debían esforzarse por adquirir mediante frecuentes visitas a las antiguas enciclopedias, la reflexión filosófica, el estudio de las ciencias, el pensamiento crítico, la apreciación de obras artísticas y el gusto por la buena música. Aunque, claro está, no todos lograban perseguir estos ideales, y a la gran mayoría ni siquiera les importaba intentarlo.

“La realidad está definida con palabras. Por lo tanto, aquel que controla las palabras controla la realidad.”

Si nos remontamos a su etimología, “colere”, del latín, significa “cultivar” y “dedicarse con esmero”. De manera similar a cómo la tierra es cultivada con paciencia y esmero para que, mucho después, dé sus frutos, algunos pocos individuos también cultivan su conocimiento, sus intereses, su gusto, su cuerpo y, por sobre todo, su espíritu.

Esta “cultura”, a diferencia de la actual, no se reducía a la simple acumulación de conocimientos teóricos, como podría ser el caso hoy de alguien que comenzó como alumno en la universidad, siguió como profesor y nunca se animó a abandonar la Facultad. Ese lugar de confort, que además de cobijarlo lo justifica, le otorga un “ser” pero, sobre todo, lo jerarquiza socialmente.

“Odio a los indiferentes. Creo que vivir significa tomar partido”

Más adelante, la cultura empieza a significar también una regularidad social que distingue a la sociedad en la que vivimos; es una visión antropológica de la misma, no tanto política, y sirve para incorporar, además del conocimiento, las ciencias y las artes, también la moral, las leyes, costumbres y toda otra capacidad y hábito adquiridos por un grupo de hombres.

Finalmente, podemos encontrar también la palabra cultura como culto a lo estético, a la búsqueda de la perfección y al dominio del arte, del gusto, de lo bello. Tomás de Aquino distinguía entre las “artes liberales” y las “artes serviles”, siendo estas últimas aquellas que se ordenan a un fin útil. Las “artes liberales” eran justamente libres en la medida en que estaban liberadas del trabajo, es decir, de la producción de lo utilizable; liberada de la materia, liberada de lo mundano y de los compromisos.

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Si nos trasladamos a la actualidad, lo primero que tendríamos que analizar es si verdaderamente aquellos que se autodenominan “artistas” o defensores de la “cultura” y los vemos protestando en marchas, cumplen con estas categorías de referencia que la historia de la cultura nos provee. En esta sociedad hipersensible, puede sonar muy cruel decirlo, pero la realidad es que si con la misma facilidad con la que alguien se “auto percibe artista”, otros lo hicieran pilotos de aviones, habría miles de muertos por día.

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Artista y cultura son palabras muy fuertes; si no tenemos en claro que esos ideales están mucho más arriba de lo que nos tienen acostumbrados, la consecuencia, por ejemplo, es una sociedad que no solo no sabe diferenciar entre el Aleph de Borges y el de Coelho, sino que tampoco puede distinguir, por ejemplo, entre un buen y un mal político. No importa a quién le preguntemos, creo que estamos de acuerdo en casi un 90% en que los últimos presidentes no se caracterizan precisamente por ser personas cultas.

¿Esto impide que protesten?

En absoluto, tienen su legítimo derecho a protestar como trabajadores directos (sueldos) o indirectos (subsidios) del estado. Lo que no corresponde moralmente es enarbolar una entelequia, un concepto abstracto como “cultura” que claramente los excede por todos los costados, para defender sus privilegios.

¡La cultura está en peligro!

Este es el único punto en el que estoy de acuerdo. Cualquiera de las definiciones que tomemos de cultura, ya sea la de “elite” intelectual, la antropológica de las costumbres o bien la del perfeccionamiento estético, es incuestionable que los indicadores actuales son paupérrimos.

Pero lo peor de todo es lo lejos que se mantienen no solo de cualquiera de las definiciones de cultura, sino también del pueblo, de la gente. Bajo títulos rimbombantes, encubren la fragilidad de una serie de expresiones que usualmente acarician el ridículo y lo bizarro, siempre con un tufillo ideológico de fondo para que el político que está en primera fila vea que se están haciendo bien los deberes y siga habilitando los tan ansiados fondos del estado. Jamás encontrarán en su repertorio cultural reivindicaciones a las costumbres de nuestros abuelos, al trabajo de campo, la fábrica, el esfuerzo, el progreso o la importancia de la familia.

No solo que “no lA ven” sino que “nadie los ve”.

Por ejemplo, hace 20 años que viene cayendo en picada el promedio anual de espectadores en las salas teatrales; pregunten en los museos y en las librerías, pasa lo mismo. Y sin embargo, a nadie parece importarle esta tendencia que verdaderamente pone en peligro la cultura. Nadie se pregunta qué vamos a hacer con la llegada de la inteligencia artificial, cómo vamos a reinventarnos cuando los actores sean reemplazados por CGI o cómo podemos capitalizar plataformas como TikTok para difundir nuestro trabajo.

“Acá la onda es cambiarle el nombre a la Avenida Colón porque era facho”.

Y mientras la cultura autóctona se ve permanentemente reemplazada por novelas turcas, “ritmos” caribeños acaparando nuestros festivales de folclore, literatura traducida y hasta el sello argento del “che boludo” fue desterrado por el “bro”, aquí combatimos contra la construcción infantil de un “monstruo” devorador de cultura, que antes fue Macri, hoy es Milei y mañana será cualquiera que se anime siquiera a contradecir el aparato gramsciano de hegemonía del pensamiento.

¡Yo les propongo luchar, pero con más cultura!

Llenar de obras los más de 30 centros culturales que hay en la ciudad, casi siempre cerrados, vacíos y flojitos de papeles. Cumplir con todas las horas. Seguir capacitándose en las nuevas formas de expresión culturales y las nuevas herramientas para que los nuevos alumnos no aprendan del arte del 1900. Destinar las ayudas económicas a personas que verdaderamente demuestren inquietud, pasión y trabajo por el arte y la cultura. Transparencia en los concursos que garanticen que los mejores proyectos sean los ganadores. Crear organismos de control que certifiquen que el dinero verdaderamente se utilice en la producción cultural y, por sobre todo, abrirse a incorporar otras visiones, entender que la cultura es un todo y para todos.

“Decir la verdad es siempre revolucionario”

De lo contrario, los artistas que no rendimos culto al régimen seguiremos segregados de las convocatorias, los concursos y los espacios manejados por este aparato, con la única diferencia de que ahora hemos aprendido y estamos listos para dar la batalla cultural.

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