Lo mío es mío y lo tuyo es nuestro

Lo mío es mío y lo tuyo es nuestro

* Por Nicolás Arizcuren

Lo mío es mío y lo tuyo es nuestro

Hace algunos días surgió un interesante debate en el Concejo Deliberante alrededor de la toma de los terrenos en el barrio Movediza, un conflicto que, a la mirada objetiva del ciudadano común, pareciera ser algo inapelable en favor del propietario y por ende debiera ser bastante simple de resolver; sin embargo, todo lo que toma estado político, en vez de agilizarse, se hace aún más complejo.

El debate me da pie para analizar una interesante estrategia discursiva que consiste en revestir con muchos temas al tema principal, cual “mamushka” narrativa, primeramente para dilatar el debate ad eternum, complejizarlo y también para instalar dialécticamente que la solución del problema “A” requiere o conlleva, previa o posteriormente, la solución también de los problemas “B”, “C”, “D” y así hasta la “Z” y también el alfabeto griego, si fuese necesario.

Con lo cual, sin entrar en muchos detalles sobre el tema en particular, parece que para desalojar el terreno y restituírselo al propietario, primero habría que garantizar, como dice la constitución nacional, que cada uno de los ciudadanos de Tandil tenga una casa propia, algo, como se imaginarán, imposible.

De esta manera se condiciona la toma de decisiones, y se instala en la opinión pública una suerte de “efecto mariposa”, donde el responsable de un simple aleteo termina siendo también culpable por añadidura de un tremendo huracán y por lo consiguiente de sus víctimas.

En tiempos de la posverdad donde, como decía Nietszche: “no existen hechos sino interpretaciones” y cada cual parece tener una verdad propia, se le suma la atomización de los bloques y el desconcierto político en términos cardinales y de orientación donde cada vez se ven más fracturas y divisiones internas en los partidos, lo que hace que el diálogo sea más frágil que nunca.

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El debate requiere un ejercicio intelectual, por así decirlo, donde las partes que intervienen argumentan primeramente con conocimiento del tema y más importante con “buena fe”, o sea con la voluntad de encontrar un punto de equilibrio que resulte en un consenso. Para eso cobran. No para decir lo que piensan, ni para dar largos discursos estériles reflexionando sobre el sexo de los ángeles, sino para llegar a consensos, aún en situaciones, en contra de lo que ellos como individuos piensen (que dicho sea de paso, a nadie le interesa) y que esos consensos se traduzcan en soluciones concretas para los vecinos. 

El problema surge, como en este caso, cuando no se parte de principios elementales, como la cuestión de la propiedad privada, que en un debate trosko, en el marco de una toma de facultad de arte, podría tener lugar, pero no en un Concejo Deliberante. Es estéril cualquier tipo de debate o argumentación si no partimos de principios básicos en común y también de una voluntad de solución.

Otro problema es una patología muy frecuente en estos ámbitos, y que claramente dificulta el normal desempeño de los concejales: se trata del “trastorno legislativo compulsivo”, que seguramente será añadido al DSM VI y que, en el marco de una personalidad narcisista que busca permanentemente la admiración de sus representados, utiliza este espacio, como una caja de resonancia hacia su tropa, con el objetivo de saciar su inagotable necesidad de trascendencia, incurriendo así en pensamientos excesivos (cree que puede modificar la conducta de los individuos) que llevan a comportamientos repetitivos (mediante leyes u ordenanzas de todo tipo).

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Puede tratarse desde el repudio a los dichos de Donald Trump, la invasión de Israel en el Líbano o el día de concientización sobre la hernia de disco hasta el festival de cualquier cosa que pase cerca de una fábrica de chacinados. Para aquellos que padecen el “trastorno legislativo compulsivo”, no importa el contenido ni la utilidad de la ordenanza sino simplemente saciar su compulsión de legislar la vida de los demás.

Esto también tiene un conflicto con la propiedad privada no sólo desde lo material sino desde el punto de vista filosófico, ya que ellos entienden al Estado como una suerte de Dios que debe intervenir permanentemente en el libre albedrio de los individuos para llevarlos hacia su ideal colectivo. No es su objetivo el de ordenar mediante leyes y ordenanzas el mundo que ya existe, sino conducir ese mundo hacia uno diferente que habita solamente en su imaginación.

Ignorar estos principios sobre los que se funda la civilidad o bien presumir la arrogancia de ponerlos en cuestión desde una banca de concejal no hace más que erosionar la capacidad de diálogo, justamente en el contexto de una polarización tal que es cuando más se necesita.

La falta de un debate maduro, intelectual y responsable transforma la política en un campo de imposiciones, contradicciones y demagogia permanente, completamente alejado de los problemas reales, en este caso, de los vecinos que, paradójicamente, están a escasos metros de distancia, pero tan distantes como la indiferencia que le provoca este nivel de discusión.

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